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• RESISTENCIA

Cuando Vladimir y Estragón se despiden (En Esperando a Godot de Samuel Beckett) siguen de la misma manera que empezaron: esperando a Godot. Esperando a alguien o a algo que poco importa lo que sea. Una espera quizá para conformarse como individuos, como personas al fin y al cabo, haciendo mientras tanto cualquier cosa por estúpida que parezca para demostrar que existen. Aunque en esta espera no parecen conformarse como individuos a pesar de insistir en ese lugar, en ese punto concreto al lado del árbol del que se colgarán si Godot no aparece, porque su único destino parece ser el de esperar, el de insistir aún no sabiendo muy bien para que.

Por supuesto, debemos observar que esta obra, de principios de los cincuenta se expresaba en un tiempo concreto que definía una posición existencialista. Pero aún sabiendo lo determinante que resulta la posición contextual, por qué se sigue representando esta obra y sigue generando interrogantes. Y no parece que sea por causas históricas o teatrales solamente. Los clásicos literarios y artísticos siguen planteando preguntas y cuestiones mucho tiempo después de haberse presentado por vez primera. Podríamos definir que tanto en la literatura como el arte se perpetúa aquello de lo que el hombre no puede prescindir, o se presentan o representa aquello que se no puede comprender.

En esta indeterminación las preguntas suceden en unos márgenes difíciles de comprender y que son los que alimentan esa continuidad de cuestiones a lo largo del tiempo. Porque es cierto que los sentidos cambian según las generaciones y las épocas pero no la inalterabilidad de lo vital, de la angustia por responder. Y por eso mismo las manifestaciones artísticas son considerada resistentes en la ambición por establecer preguntas; de darnos unas pautas de conocimiento de la realidad; de cumplir una función simbólica, de transformación y organización de los mundos de vida. En suma, deberíamos quedarnos con la opción más firme, que es la de hacernos reflexionar.

Reflexión que por lo dicho sucedería en un lugar inconcreto, donde el arte se transforma en un espacio de análisis imprescindible aunque no sea más que para permitirnos ser conscientes del lugar en que nos hallamos. Vladimir y Estragón se despiden y parecen abocados a continuar esperando a ese Godot que bien puede ser dios o lo que sea con tal de aliviar su existencia; de resolver sus problemas. Una insistencia que como ya se había dicho no parece dar sus frutos en la pieza teatral y que podría acabar con el suicidio de los dos personajes por la angustia misma de esa espera.

El caso de estos personajes tiene lugar en un "lugar" en el que la experiencia del sujeto se crea a través de otra cosa. De otra manera es un acontecer sin sujeto, "del que nadie es dueño" que diría Gadamer, y su ordenación es impenetrable e irreductible al lenguaje del concepto. La postura desde Gadamer nos lleva a una hermeneutica preocupada con formas de experiencia en las que se expresa una verdad que no puede ser verificada con los medios de que dispone la metodología científica, lo que al final nos conduce a la cuestión del sentido de la verdad con lo que nos hallaríamos en el terreno de la filosofía.

La solución no parece hallarse en nuestras manos nunca y repetimos posturas de espera, de dirigirnos a una exterioridad que no acaba por constituirnos.
En esa dificultad de situarnos, nos acomodamos a ciertas normas que tampoco parecen resolver nada no siendo la seguridad de lo ya sabido, moviéndonos a partir de unas leyes que supuestamente regulan la verdad pero que inciden en esas mismas leyes por lo que no parecen depender de la relación con el mundo sino solamente en su coherencia interna. Normas que por herméticas sirven de rígidos pedestales.

Esto era algo que la vanguardia histórica atacaba. La vanguardia como conciencia y práctica artística asimilaba una nueva metafísica del arte en el escenario actual que era lo imposible de una nueva fe y una verdad en el sentido Nietzschiano: la imposibilidad de una nueva idealidad. Ahí radicaba la fuerza y la debilidad de la vanguardia. A lo largo del siglo XX los presupuestos de esta vanguardia se hallaron manipulados y erradicados. Las fugacidades y las formulaciones linguísticas posteriores se convertían en un fin en sí mismas. En normas y modelos referenciales que provocaban mitos intelectuales.

Un normativismo que nunca es capaz de provocar una ilusión metafísica ni en el hombre ni en el arte. Incluso vemos como los surrealistas caían en reducidas instrucciones que semejaban ser meras recetas. Y aquí recuerdo la elaboración de una poesía dadaísta por parte de Tzara o las orientaciones de Bretón sobre la escritura de textos automáticos. Aunque es cierto que el surrealismo incidía en esos márgenes que ya se habían comentado, a partir del azar, y que su sentido es siempre inaprensible por ser indeterminado y no estar adscrito a unas normas determinadas. En resumen: por estar al margen de una racionalidad.

Quizá ahora mismo el arte vuelva a repetir los preceptos vanguardistas hasta el punto de ser intercambiables, mostrando algo, que si no, no podría verse. Aunque estos contextos son menos comparables entre sí, más singulares incluso y más difíciles de analizar que los de la vanguardia histórica.
Pero en definitiva de lo que tratamos es de la especificidad del objeto artístico como margen que no acabamos de comprender, alejado de reglas específicas, facilitando paradójicamente desde esa resistencia, una constitución ontológica y vital. Porque no es falso que el artista al realizar un objeto antropomorfiza su materia provocando con ello una asimilación de carácter ontológico por causa de que la actividad artística opera desde lo humano y por tanto se refiere a ello.

Aunque el reflejo de la intención del autor a través de su política de ideas y de su actividad siempre acaba por necesitar otro individuo que contemple y que pueda describir los límites y su posición en el mundo, esto es, su resistencia; una resistencia que se ve reforzada por ese espectador nombrado. De ahí que no debamos venerar a los objetos como tales, como simulacros o actos barrocos lejos de una intencionalidad primera que parte, por supuesto, del autor que les confiere su estatus, que como es lógico, se comprende desde su contexto, pero que sabemos que es susceptible de aparecer en otras situaciones por causa de su falta de hermetismo.

El urinario de Duchamp es un ejemplo como otro cualquiera. En principio abordaría una problemática concreta sobre el propio arte, pero ya sabemos de su continuidad y de su resistencia como objeto inaprensible o no limitado y cerrado. En el momento que tropezamos con una piedra en el camino la insultamos y la tratamos como algo vivo que no puede ser ajeno a nosotros que somos quienes la nombramos. Con razón podemos ver que el trato con los objetos y su comprensión es un problema filosófico general desde Platón. Un problema asociado con la comprensión del mundo externo.

Cabría pensar que en la realización de objetos artísticos controlamos todas las situaciones con facilidad, pero los flecos aparecen indeterminados y por tanto se nos escapan por diversas circunstancias que acaban por darle al objeto una autonomía que a veces escapa de las intenciones primeras del artista, ya sea por causas físicas, de contexto, de tiempo... y que por tanto parece que sería necesario conocer. Podríamos eliminar esta situación y confrontarnos directamente como con aquella piedra que nos encontramos en el camino.

Así tendríamos dos posturas. Está claro que ambas son excesivas en los extremos.
Si nos centramos en los contextos se presentan siempre cuestiones suplementarias: hasta dónde puede describirse el contexto externo; y sobre todo, hasta qué punto su descripción no produce a su vez otro texto que exige uno nuevo. Esta lleva de una manera rápida a una postura deconstructiva y hermeneutica. Si comenzaba este texto desde esferas literarias lo hacía porque como en la literatura, el arte no parece ocuparse de lo esencial y lo concreto, que debe ser el trabajo de la ciencia. En la literatura como en el arte parecemos ocuparnos de unos destinos singulares, que aunque parezcan más concretos suponen contextos infinitos potencialmente y que definen en algún modo el sentido propio de la obra.

No podemos saber si una visión de este contexto general establece un sentido de lo singular o si por el contrario lo reduce a un escombro sin sentido. Un contexto general que viene muy a cuento en estos tiempos de redes tecnológicas que han hecho que nuestro concepto de realidad fuera trastocado.
Lo que nos debe interesar del trato con el objeto no es de reconstrucción, a palabras u objetos que eludan a un pasado sino sencillamente (en palabras de Toni Negri) "un trabajo de constitución". Pero ¿cómo constituirse a través del objeto de arte si al analizarlo se nos escapan esos márgenes de los que hemos hablado? Si las resistencias del artista son fuertes y volcadas a los objetos, por qué aún hay algo que en ellos resiste a un análisis.

Como el escribiente de Herman Melville, Bartleby, el objeto sin decir nada hace hablar de él y sobre él, en una resistencia incólume. De ahí (de ese margen desconocido) podemos suponer una actitud que no nos lleva a ningún lado, quedándonos en una reflexión preocupada solamente en lo textual encaminándonos de nuevo a reglas o fórmulas para asegurarnos algunas respuestas. Aunque esto parece inevitable y vislumbramos entonces una incapacidad para reconocer lo real; a un estado en el que el sujeto pierde su lugar privilegiado; en una situación en el que solamente el objeto es el que nos seduce. Es inevitable.

Es inevitable que tengamos que atarnos al mástil como Ulises y escuchar el canto de las sirenas, resistiendo sus embates. Ese mástil que puede ser la realidad misma, desde donde miramos toda una espiral de simulación, de la estetización y de lo espectacular en la que estamos sumidos. En una posmodernidad que sublima lo abstracto, que sin embargo es nuestra realidad y no otra por que tampoco podemos esperar la restauración de modelos pasados. Porque parece difícil colocarnos en una posición como la del existencialismo de Sartre que suponía una liberación, un implicarse para transformar el medio en favor de la libertad.

Era otra situación y otro contexto. Hoy parecería una postura un tanto utópica o ingenua ante lo elevado del mercado, de su manipulación, de su direccionalidad. De que el mercado adopta posturas que aún siendo radicales hace suyas impidiendo cualquier revolución, mostrando una fantasía capitalizada. Un estado de cosas singulares que pasan a formar parte de un gran entramado que ciertamente se antoja inamovible.

Por que en definitiva cualquier intención proviniendo de uno mismo, de su más hondo interior no puede apartarse de su ser social. "Aún la más sublime obra de arte ocupa un lugar determinado en relación con la realidad empírica" como ya nos señalaba Adorno en su Teoría estética. El artista tampoco puede permanecer ajeno al entorno y no puede abstraerse de él apartándose por completo en una cueva sin fondo. Lo queramos o no, nos movemos en un terreno determinado, y no podemos si no preguntarnos por ello también como artistas o como personas que intentan estar en este espacio tan complejo que es el arte. Y el arte, en un mundo tan complejo como el que nos toca

A pesar de ello algunas preguntas se repiten incesantemente y como en un teatro, el artista se transforma en un actor destinado a representarse a sí mismo constantemente. En un teatro que siempre es el mismo y que está en el mismo lugar pero que de vez en cuando recibe una nueva mano de pintura. Como Io, estamos condenados a padecer el castigo de movernos hacia adelante huyendo de un tábano invisible que nos pica cada vez más y embota nuestros sentidos.

El tomar en cuenta todas estas situaciones ya es una postura; una ideología entendida como intención. Pero, ¿cómo hemos de colocarnos entonces? ¿Cómo debe de actuar el artista y por consiguiente cómo debe actuar sobre el objeto artístico? ¿Habrá de realizarse cualquier acto por estúpido que parezca, como Vladimir y Estragón para demostrar nuestra existencia?

¿Cómo podemos actuar entonces? ¿Desde la inseguridad? Nuestro enigma parece ser el de cómo proceder. Aunque hoy día se antoja más complejo si habitamos en un estado de cosas en el que se vuelve a hablar de la falta de actualidad del arte.
Quizá no hay nada que decir, ni que hacer. ¿Debemos suponer entonces que el arte es inútil? Y si lo es, ¿por qué seguimos en ello? Sin duda porque quizá tengamos la inconsciente certeza de que no puede ser de ese modo. Si existe es por algo, simplemente. Si seguimos en este laberinto intentando buscar una salida es porque en nuestro interior aflora constantemente un espíritu "romántico", de creadores y de descubridores.

Quizá sea estúpido, o no. Quizá estemos equivocados y todo sea una gran falacia alimentada a lo largo del tiempo. Parecemos estar siempre colocados alrededor de laberintos y de redes. Y al decir que no hay nada que decir parece que las palabras nos abandonan. ¿Y si fuera así? Si perdiéramos fe en la palabra, ¿quedaría alguna fe en el conocimiento de la realidad? ¿Estaría la palabra destinada a ser considerada solamente en cómo es dicha, por quién, desde o dónde?
De todas formas seguimos reflexionando allí donde parece no haber reflexión.

Al fin y al cabo nos preguntamos por nosotros mismos a cada instante, queriendo conocernos y situarnos en alguna realidad, en el mundo, empresa que siempre resulta ardua. Y acabo pensando en que esta incertidumbre es la que provoca la búsqueda de algo que nunca sabemos lo que es exactamente pero que estamos seguros nos hará ver algo aunque sea lo incierto, y que por mucho que tarde Godot en aparecer no debemos colgarnos de aquel árbol seco que sabemos que forma parte de un decorado. Deberemos insistir.


Rosendo Cid.
2000

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