|
LOS ESPACIOS DEL CAPITALISMO
ACERCAMIENTO CRÍTICO A LOS LUGARES DEL ARTE
Al arte le gustaría jugar a ser el sujeto de la historia. Karl Marx lo había definido en el proletariado. Si no lo era subjetivamente, lo era objetivamente. No obstante, Wilhem Reich se preguntaba con lástima por qué existen hombres que soportan la explotación y la humillación llegando al punto de quererlas no sólo para los otros sino también para sí mismos. Con Reich, Deleuze ha afirmado que en un cierto momento las masas desearon el fascismo. Y el arte viene caminando con ciertas ansias de redención. Es su peor pesadilla. Cierta crítica así lo ha señalado. Fue aquel piloto de la Luftwaffe con su chamanismo nómada quien prefiguró un importante aspecto del arte político de los setenta. También tiene la culpa el supuesto compromiso del arte con la vida en los comienzos del siglo XX (Bürger).
Pero, sobre todo, ha sido la Teoría Crítica la que ha definido mejor la pesadilla. Y su elegante continuador en Frankfurt, quien desde su idea intercomunicativa reconoce las mejoras que el Estado de Bienestar ha introducido en la clase obrera europea. De este modo ya no existe la clase. Ha desaparecido el sujeto de la historia. Ahora es el grupo (Jameson), donde la individualidad se ha disuelto.
Los conflictos denunciados por los nuevos movimientos sociales (NMS) ya no conciernen, principalmente, a la distribución de los bienes materiales sino más bien a la reproducción cultural y a la socialización (Habermas). Pues la ecuación surgida del análisis de la alienación y los medios de producción ha quedado obsoleta. Daniel Bell aseguraba que ya no sabemos quien es su dueño. ¿Los directores generales, quizás? ¿Los consejos de administración? ¿Esa nueva categoría de rentistas que son los accionistas? Nótese la ironía.
Siguiendo la teoría clásica del marxismo, el obrero se ve obligado a vender su fuerza de trabajo, es decir, a socializarse; en cambio, el artista no depende de medios de producción a él ajenos. La libertad del homo creator, la esencia de una humanidad convertida en experiencia estética, resume un ideal de emancipación que nos ha recorrido con sus paradojas. Tiziano era pintor de corte. Pero un artista "de corte" en estos tiempos nos resulta falso. Aunque de hecho existan. No en la "corte". Sí en otros espacios. Porque la posibilidad de situarse en los subsistemas del Sistema Social es una elección que nos concierne a nosotros mismos como actores comunicantes (Luhmann). Por eso, el artista prefigura la Libertad. La libertad de una producción no sujeta a normas, que se apropia de la vida, no sujeta a horarios, a patronos… no sujeta al destino de la Historia, al cual sueña con construir, o más humildemente señalar, con su puntero talentoso.
Un obrero que decide no atender una mañana al despertador no deja de ser obrero: será un obrero en paro (Fernández Liria). Un artista que decide no atender una mañana a su despertador no deja de ser artista: es un artista que ha decidido no despertarse. En un interesante artículo Jürgen Habermas (1984) se lamentaba del agotamiento de ciertas energía utópicas que habían tratado de emancipar el trabajo de su sometimiento a las leyes del valor del capital. Con los socialistas utópicos la Ideología Alemana de Karl Marx remitía a este planteamiento. La liberación del trabajo alienado se refleja también en el espejo del arte: el trabajo creativo. ¿Es, quizás, y por esto mismo, un simulacro? Es posible. Pero existe.
Existe la tremenda pregunta de cómo puede el capitalismo soportar un sistema improductivo como el del arte que a la vez niega, en lo fundamental, las estructuras del trabajo alienado. Evidentemente, existe el arte en el mercado. Lo vendemos y lo compramos. Tan simple como esto. Pero, más allá de esta determinación estructural, existe su función en los sistemas ideológicos del capitalismo. ¿Cómo se ejerce su función?
Jürgen Habermas lo tiene más o menos claro. Con la Zweckrationalität weberiana, o racionalidad instrumental-deliberada, se ha roto la mediación constructiva que debía regir su comercio con "nuestras" otras racionalidades (sólo dos más) entre las que se encuentra la práctico-estética. Categoría del ser. Se ha roto porque el capitalismo certifica el triunfo de las fuerzas económicas con sus administraciones burocráticas en todos los ámbitos. Asistimos, en palabras de Habermas, a un descentramiento de las concepciones del mundo. Y el arte se ve implicado. Se ve implicado en el enorme precio que se paga por un Van Gogh. Se ve implicado en las políticas museísticas y exhibitivas. En el espectáculo de la creatividad.
En las reproducciones autorizadas. Pero el arte se resiste, en su fatal falta de sentido, a las cadenas del poder. He aquí la Teoría Crítica con sus espectros redentores. Desde Benjamin. El arte como enclave de negación contra
el poder totalizador (Adorno/Habermas). La experiencia estética como cifra prefigurativa de redención, y la autorreflexión racional como instrumento crítico en la lucha por alcanzar ese estado utópico (Teoría Crítica). Ciertamente, Habermas no le ha dedicado mucho tiempo al arte, pero son conocidas las relaciones de la Teoría Crítica con el surrealismo: el momento en el que el arte moderno se incorporó de un modo no sublimado a la vida.
Según Fredric Jameson la función y posición actual del arte se ha integrado en la producción general de mercancías, donde la innovación y la experimentación estéticas ejercen un valor estructural reconocible. Una mercancía más en el sistema del capitalismo en el que la ideología de lo nuevo tiene que ver también con la comercialización del tiempo de ocio y la ficción ideológica de ser el sujeto quien se escoge a sí mismo. Pero, a mi modo de entender, la cuestión que subyace a la integración de los objetos en el sistema del mercado es la de su valor.Su valor como objetos. Su valor como objetos para uso. Su valor como objetos-de-uso. Su valor de uso. No me conforma, o no me conforma del mismo modo, la relación de un pollo con la comida y la relación del arte con la cultura. Tiene que ver con un análisis de las necesidades.
El valor de uso de un pollo es alimentarme cuando tengo la necesidad de comer. El valor de uso del arte es… cuando tengo la necesidad de cultura. Como ha escrito S. Alba Rico (1995) la cuestión de la apropiación del objeto no consiste en sus dos naturalezas niceanas: lo compro (valor de cambio) cuando lo adquiero en el mercado, lo uso (valor de uso) cuando lo utilizo en la intimidad del hogar. Ya no ha lugar para esta dialéctica. O nunca, de hecho, lo ha habido. No se habla del uso del arte. Es tabú esa representación tan capitalista vía Marx. Tal vez, por que sea difícil hoy definir su axiomática. La del arte. Es decir: la definición de las formas que son empleadas en su pragmática, la formación de expresiones bien formadas en su contexto y las operaciones que las permiten. Simplificando: ¿en qué se fundamenta esa "habilidad" productiva que hace de una cafetera una obra de arte?
Podemos remitirnos a la historia, a la historia de los estilos; pero la cafetera seguirá siendo, y muy a pesar nuestro, una cafetera. La referencia a una axiomática nos conduce a un metalenguaje. No es mi culpa, lo es de la lógica. Que determina las condiciones formales de la axiomática. ¿Una racionalidad práctico-estética? El arte como necesidad de una determinada racionalidad. Y después, el devenir del mundo como estético. Entre el homo aestheticus, el homo creator, mi filosofía de A a B y vuelta y la retórica populista de learning from Las Vegas. No se habla de un sistema trascendental. Muy alejados estamos de eso.
Pero sí de cierta estructura. Arte = capital. Beuys poseía una axiomática. Y muy clara. No se producen obras monumentales, dice Jameson, sino que se reorganizan fragmentos de textos pre-existentes. Así, definimos una axiomática. Con sus reglas. Aunque no las queramos, incluso por temor, enunciar. O el signo que difiere su sentido ad infinitum en una continua asintaxia.
Pero ante todo esto sigo viendo el terror que le produce al arte estar ante su valor de uso. Las categorías tangenciales dispersan el discurso. Lo llenan con vacíos. Y el arte sigue en la búsqueda de su valor de uso. Pues esto lo define, lo define socialmente.
Conducirlo al afuera, al encuentro del sentido, sobre las condiciones productivas del deseo… Arte político, usos fruitivos, construcción de centros de arte (para el uso del arte), nóminas de profesores en facultades y escuelas de arte (para el uso didáctico del arte)… Todo esto se revela desde, y para, el arte. Y sin embargo, durante esa búsqueda el arte encuentra su fantasma. Pues la búsqueda es de hecho capitalista. Porque el hecho nos sitúa aquí y ahora, y no en otro lugar. En la búsqueda el arte se encuentra ya, en sí mismo, pre-ocupado. Ya de hecho infectado. Contaminado, habitado, asediado…, por su otro: la forma mercancía. Su peor pesadilla. Las utopías de autonomía estética quedan así sumidas en el fango de una heteronomía tan vulgar como la mercancía. ¿Es posible que cualquier obra de arte pueda ser tratada como una oferta de supermercado? La desfachatez de Warhol y Koons reside en su elegante tropo. Tropo irónico
Pues el asedio de la forma mercancía no es una hipótesis, sin él ni siquiera se podría formar el concepto de valor de uso, pues ya había excavado su ser antes de su aparición (Derrida). Hay que superar, como dice Baudrillard, la visión de los objetos en términos de necesidad, es decir, en términos de la prioridad de su valor de uso. Y si no hay uso (y para Alba Rico estamos muy lejos de ser una sociedad de usuarios, triste nostalgia), si no hay necesidades, ¿qué es lo que hay? Una inocente neutralidad desplegada ante nosotros, sujetos perplejos ante una instalación instalada. Quizás sea verdad que la única inocencia presente sea la de los objetos, y nuestra sociedad de consumidores se defina por nuestro deseo de pertenecer, precisamente, a ella.
A lo que Marx llamaba el "carácter de fetiche" de la mercancía es a la superposición del valor de cambio sobre el valor de uso; lo cual corresponde en el fetichismo a la superposición de un particular valor simbólico al uso normal del objeto. Giorgio Agamben, quien ha estudiado este fenómeno siguiendo a Marx y Freud, señala que cuando un consumidor posee una mercancía, posee una magnitud de valor que se corresponde, ya, con su valor de cambio; nada que ver, entonces, con su primer valor de uso producido para satisfacer ciertas necesidades humanas (Marx). Cuando un consumidor va al mercado se enfrenta con la realidad de la nada: la ausencia de los valores de uso de los objetos, para acceder al signo (fetiche) de esa ausencia: la MERCANCÍA.
Incluso más allá, antes del mercado, el objeto no conoce genealogía, después del mercado, entre las manos del individuo, el objeto sólo conoce la degradación y la muerte –la categoría del desperdicio, la basura. Por lo tanto, el objeto sólo es objeto mientras permanece en el escaparate, su epifanía es su precio (Alba Rico). Y sin embargo a Alba Rico le reprocho algo. En su diferenciación entre usuarios y consumidores se mantiene preso de las categoría marxianas de uso y cambio. Es decir, concede la posibilidad del uso. Y esto tiene implicaciones. También para el arte. No obstante, el objeto acusa de hecho su valor de cambio en el mismo momento de la producción –producción para el mercado. De esta manera, el objeto producido es, inmediatamente, valor de cambio, y de su, supuesto, valor de uso, la sociedad se ha desprendido.
El mercado, así, ha mistificado al consumidor en su ilusión por el uso. De eso se trata. Ahora bien, en su apropiación el artista niega la materialización de valor del objeto, pues lo usa, lo usa de muy distinta forma a como se usan las mercancías en los lugares del consumo. En el taller del artista no existe la sobra, el desperdicio. Es una inmensa máquina de reciclaje. Pero, si como dice Alba Rico, un objeto sucio lo es por que ha sido usado, deja de serlo cuando es convertido en Arte. Ahí brilla de nuevo en todo su esplendor. ¿Ha recuperado entonces el artista el uso de los objetos, o se ha convertido en la perfecta máquina de reciclaje que devuelve objetos a la pureza del mercado?
De todas formas, no creo que sea esta la pregunta principal. Cuando el arte recupera de la sociedad del desperdicio su basura, invierte sin proponérselo todo el proceso. Pues la mercancía transportada a los valores del arte ha de ser legitimada. Legitimada en su nueva función. Podríamos hablar de teoría del arte para ello. Y, sin embargo, estoy convencido de que es el arte quien crea la necesidad de la teoría y no a la inversa. El paso del objeto-mercancía al objeto-arte(-mercancía) es realizado por un sujeto. Y no por cualquier sujeto. Un sujeto que pertenece a un grupo. Un sujeto identificado según los valores de un grupo. Y no de una clase
El proceso seguiría, de manera general, una línea de actuación que iría desde un sentido propio de productividad –ser-productivo- pasando por las instituciones sociales que sancionan desde su posición de savants del arte (los que saben) la imitación de modelos que siguen el juego de una cierta axiomática. La producción de sujetos artistas para-el-mercado discurre en una función previa, al lugar del mercado, en la que se define el sujeto como aquel en el que las funciones sociales de su trabajo cobran cuerpo, como tales funciones, entre los productos de su trabajo (Marx). Pero su trabajo no es aún consumido, es producido para ser legitimado. A partir de ahí, la historia se vuelve mercancía. Para nuestra subsunción en el mercado precisamos de relatos de legitimación, incluso los deseamos. He aquí la función previa en el proceso. Cuando un obrero produce, produce objetos externos a él mismo.
Podríamos hablar de alienación, pero creo que nunca de enajenación. Produce externalidades que no le afectan en su ser-obrero como tales externalidades, es decir, más allá de los medios de producción, pero sí que le afectan en su ser-consumidor. Algo muy diferente ocurre con los productos del arte. Por mucha muerte del sujeto de la que hablemos, por mucho descrédito en el que haya caído la categoría del genio, el objeto-arte viene indisolublemente unido al proceso de creación, detrás del cual se sitúa un individuo. Las exhibiciones no se anuncian con objetos, lo hacen con nombres -y propios. Así, el valor de cambio de un objeto-arte en el mercado reside en tanto que es la producción de un sujeto-artista.
La materialización de valor (de cambio) es la figura del sujeto presente con sus actos de productor como artista. Estos actos los denominamos documentación. El ser se objetiva como valor de cambio a través de esta documentación. Pero ella, no es uso social, es decir, trabajo para otros, característico de la mercancía. La documentación carece de valor de cambio si no tiene un sujeto-artista reconocido como materialización del valor. Es paradójico que el artista se sustente en el mercado cuando él no es vehiculizado por los consumidores, es decir, consumido. No lo es en un sentido eminentemente corporal. Se consumen sus documentaciones, es decir, sus producciones. Por ello que su carácter de mercancía no está en función de su materialidad como sujeto, sino en función de un proceso productivo gracias al cual actúa en el mercado. Activa el mercado.
Él no lo recorre, lo recorren sus materialidades que, no obstante, él legitima en el mismo momento de la producción. De esta manera no hay cualidades materiales como valores de uso, sino utilidades sociales como valores de función. Función en el lugar del mercado. El artista vende su producción, que es él mismo (en la figura de la legitimación), a un sistema institucionalizado que son modos de producción cultural a él ajenos como productor.
Mejor, son medios de socialización. Fuera de la fábrica. La fábrica del artista es la sociedad.
Pero, sin embargo, en todo este complicado proceso de legitimación, aquí meramente esbozado, las consecuencias del ser-artista nos llevan a otro nivel. No quizás estructural, pero sí definitivamente ideológico. El problema se desarrolla en la comunicación del arte. Para Toni Negri (1989), la expropiación en el capitalismo maduro ha tomado la forma de una expropiación de la cooperación laboral. Ya no se expropia directamente al productor si no que se toma el control sobre toda la comunidad de productores.
El capital consigue a través de ésta expropiación ya no sólo un control sobre los obreros, si no anticipar y organizar la propia cooperación laboral. El capital ha de sobreponerse a la capacidad autónoma de gestionar saber, y así la producción no es sólo de mercancías, sino de todas las condiciones dentro de las cuales se definen las subjetividades productivas. Una vez que el trabajo individual deja de existir (Marx) y éste se convierte en cooperación social productiva, el capitalismo no tiene otra salida que la de la expropiación de la comunicación. Ahora bien, esta comunicación se desarrolla en modelos de enunciados con sus propios juegos de lenguaje (Wittgenstein/Lyotard). Así, la sociedad es vista en términos de juegos de lenguaje.
La obra de arte produce de hecho un discurso. Este discurso toma la forma de un referente constituido en la propia obra. Su destinatario puede ser o un sujeto o conjunto de ellos, o diferido a una institución o constructo social. El destinador (aquel que enuncia), es, sin embargo, de dos clases diferentes. Según del tipo que sea así será el discurso realizado. Aunque estas dos clases no son contradictorias, de hecho subsisten actuando en conjunto. Si el discurso es pronunciado por el crítico de arte su enunciado podría ser denotativo. Queda él así en posición de "sabiente" ante los destinatarios -sabe lo que pasa con la obra.
Esta denotación nos conduce a una descripción del hecho referido, pero un tipo de descripción necesitada de validación: ¿cómo es que tú sabes lo que pasa con la obra? Que sea el destinador "sabiente" no le confiere ninguna auténtica posición de poder, de poder ante el referente. Aunque sabe de él, no se identifica con él. Se mantiene deliberadamente ajeno a su materialidad. Por otra parte, entre el público puede haber otros "sabientes" que repliquen la autoridad del primer destinador. Se produce así una dialéctica circular al hecho obra de arte. [El hecho de esta dialéctica entre "sabientes" (críticos, galeristas, estetas…) necesita de una institución de legitimación, de legitimación de su discurso como el propio de un "sabiente".
Así que es preciso la didáctica. Exactamente igual a como lo vimos para el sujeto-artista. La didáctica asegura el juego dialéctico del saber. Y, asimismo, cierta conciencia de posibilidad de consenso. El juego de la crítica de arte no es un discurso científico. No obstante, la existencia de escuelas certifica el hecho de un sistema auto-reproducible a través, precisamente, de la didáctica, que asegura la reproducción de modelos.] Sin embargo, las cosas cambian cuando el artista se sitúa en posición de destinador del enunciado. Pues el artista se sitúa en el mismo centro de la obra, y sin ningún pudor. Su enunciado pasa a ser de otro tipo: performativo (Austin). Esto quiere decir que el efecto de su enunciado sobre la obra de arte o referente coincide con su enunciación (en la forma básica de un: esto quiere decir…, o de un: esto no dice nada* ). No necesita verificar su discurso, pues él es el productor.
Adquiere así una enorme posición de poder. De poder real ante los discursos de la obra. Todas las miradas se dirigen a él como instancia insalvable del proceso interpretativo. La posición de poder produce de hecho enunciados performativos. Pero los verdaderos culpables son quienes los aceptan. Quienes a ellos sirven. Siempre existe, por qué no, la posibilidad de mostrar un desacuerdo: no te creo.
Pues la institución (arte/artista) sólo transmite su eficacia a través de las jugadas de los actores (Lyotard). De los actores como expertos sabientes. Está en su mano desplazar los límites. Si no lo hacen. Si su cooperación productiva no se desarrolla, esto quiere decir que la han aceptado como expropiada. Que la hemos aceptado humillados en nuestra subsunción en capital. Y porque se nos ha esfumado nuestro propio saber narrativo (Lyotard). Ese saber en el que el pueblo autoriza sus propios relatos: cuando los cuenta, cuando los escucha y cuando se hace contar por ellos.
Es decir, cuando los interpreta. La obra de arte y el artista (con la ayuda de los "sabientes") se sitúan hoy en el centro de una determinada acción comunicativa a la que dirige sus discursos el pueblo. Sin embargo, este centro no es lo social, sólo una mera parte de ello. No puede pretender legitimar o conducir entrópicamente al sistema en su conjunto –como habíamos visto en la utopías redentoras- a través de su pragmática. Necesita que esta pragmática sea realmente social, es decir, la necesita objetivamente. Y en este contexto esto significa que sea el conjunto del pueblo el que coopere en la transmisión/interpretación del relato.
Para la última implicación de esta cooperación social, que se pretende, me apoyo en Gilles Deleuze. En una reciente conversación en el MACBA (1997) un grupo de críticos discutía sobre la toma de posición de la crítica de arte. Hablaban, con diferencias, de la búsqueda del sentido. Del sentido de la obra. De atribuir y dar un significado al producto. Y desde la crítica. Hay en los análisis algo que no me cuadra. ¿Qué es realmente eso del "sentido"? Siento una línea analítica vertical. En busca de un cierto techo. De límites.
Aunque el sentido del que hablaban podía ser plural, pluralidades de sentido, contrario a las intenciones del autor, poseedor de nuevos caminos interpretativos… Pero Dios es también uno y trino. Misterios teológicos. Si el "sentido" puede ser tantas cosas a la vez y, por tanto, nada en sí mismo, ¿por qué nos escudamos en esa vaga definición? ¿A qué le tenemos miedo? Miedo a hablar de producción. De producción más allá del arte. Siguiendo las analogías de Deleuze, reduciendo el arte al "sentido" se le devuelve a la esfera primaria de la producción, a donde es producido. Se le devuelve al artista, se le devuelve al capital.
Como una máquina-sin-órganos. Sin embargo, si desarrollamos un entendimiento horizontal, donde la producción es producción de producción, conduciendo, moviendo a otros parámetros que no se parecen, ni siquiera, a uno mismo, el objeto producido lleva su aquí para un nuevo producir. Cuando el producto carga en sí con el sentido total de la producción lo lleva como un flujo que discurre, que discurre hacia otra producción de otro producto en un sistema de cortes que operan haciendo extracciones del flujo asociativo. Es la ley de la producción de la producción de máquinas deseantes conectadas a otras máquinas deseantes. Cooperación social productiva, en definitiva (que puede desarrollar sus propios monstruos).
Y es que el arte es un proceso y no un fin, una producción y no una expresión. Ahora bien, en este contexto la castración también opera cuando consigue que estos millares de flujos sean proyectados sobre un mismo espacio mítico: el trazo unitario del significante. O los peligros del capital, del valor dinero…, del "sentido". La pragmática popular sabe de esto mucho, y bien: hazlo con sentido, es un sinsentido.
* Esto quiere…, utilizando el demostrativo en neutro, es de hecho una falsa humildad en un juego de lenguaje que nos remite a un: yo quiero decir… (yo, que soy la propia obra).
José Maria Durám
Edinburgh, 03/2000
|